El escenario del crimen.

Tres miembros del cuerpo acordonan la zona en menos de cuarenta y cinco minutos. El aire frío peina sus nucas desnudas y empapadas, volutas de humo escapan de sus bocas entreabiertas. Sus dientes bailan para entrar en calor.

Aún no han visto a la niña.

Que alguien envíe a Mac a por rosquillas. Ese condenado irlandés nos la ha vuelto a jugar. El café de Sally´s, es cojonudo. Menudo bombón tu mujer, Giles. No la veo desde acción de gracias del año pasado. Si, realmente bien. Los crios se le están atravesando. Este verano iremos a Pasadena, a follar como conejos. Hay buenos paisajes por ahí. Que se ocupe su abuela. Pues la mía, Dios, no os lo vais a creer. Toda la culpa es de esa estúpida teleserie. No, la culpa es de los italoamericanos del Barrio Rojo. Davison, ese tan gordo, si, ese; pues eso, le hicieron descuento. Por enseñar la placa.

Bronstein, el viejo Eddie Bronx, fuma un puro sin vitela recostado en el capó de su automovil. Sabe que los federales van a intervenir. Siempre lo hacen.

Un homicidio puede ser un deporte pero, en ningún caso, es un juego.

Conoce de sobra los efectivos de que dispone. Insuficientes, en cualquier caso.

Bronstein busca su reloj. Cuatro y veinte de la madrugada. Los federales llegarán al desayuno; nunca escatiman una buena oportunidad para desabrochar el botón apropiado.

Ed Bronstein emitió un suspiro salvaje y profundo, como el orgasmo súbito e inesperado de un dinosaurio de veinte toneladas. Arrojó los restos del puro lejos de él.

- Venga, a mover el culo. El forense no llegará hasta dentro de un par de horas. Hay que terminar de preparar la zona.

Se dirigía, por supuesto, a los hombres a su cargo.

- Está hecho, Ed. Hemos acordonado la zona en menos de cuarenta y cinco minutos.

-Bien - Ed emitió un gruñido de complacencia.

(...)

Sintió frio al palpar los azulejos de la pared. La estación no era nueva; de hecho, resultaba inclasificable. Parecía un monstruo retorcido y abotargado de frío en mitad de la noche. La estación Norte era el único punto de entrada a Silentburgh, amén de la autopista estatal.

Con todo, Eddie Bronstein no se recordaba a sí mismo sin conducir un automóvil.

La Estación Norte estaba practicamente vacía. Los funcionarios de la justicia (detestaba aquel apelativo) eran la única salvedad digna de mención en varios kilómetros a la redonda. Ed no se encontraba precisamente afortunado.

Para empezar, un subalterno le había sacado de la cama que compartía con su mujer, en mitad de un sueño divertido. Sabía que el sueño era divertido, porque no deseó acribillar a balazos al tipo que le había despertado. La sonrisa de imbécil le acompañó mientras tomaba una ducha.

Decir que Ed Bronx compartía la cama con su mujer era exagerar. De hecho, le resultaba detestable dormir junto a ella desde hacía un tiempo. Aquella noche representaba una curiosa excepción. También resultaba excepcional en lo tocante al sexo. Hacía bastante tiempo que Ed Bronstein no follaba con su mujer a gusto. Si, follar. Lo que se entiende por follar, algo completamente distinto del polvo machacón y senil después de una cena aceitosa.

Por esa y otras razones, no se mostraba excesivamente violento. Tenía un temple más bien tranquilo, aunque podía resultar amenazador por sus prolongados sssh...ilencios.

La estación estaba completamente a oscuras. Ed se dejó guiar por unos destellos, procedentes del interior de la caverna. Rezó porque fueran oficiales, fotografiando el escenario del crimen.

Detestaba a esos viles insectos mediáticos del Post.

Por si los destellos no resultaban suficientes, encendió su mechero. No terminó de entender la razón que llevaba a nadie a fotografiar un escenario a oscuras.

Notó un dedo de calor a la altura de los ojos, acariciándole. La escalera mecánica estaba, claro, apagada. Buscó con la mano que le quedaba libre, la balaustrada. Sentía cada peldaño en la suela mate de sus zapatos.

Comenzó a oir voces, cada vez más cercanas. Alguna risotada, también.

"Son como niños."- pensó, y una sonrisa desdibujó sus pequeños ojos.

La biología impedía a Eddie ser padre.

"¿ Hay algún puto espaguetti italino al mando, o qué?"- gritó, justo antes de prorrumpir en una poderosa risotada.

O´Hare bajó su cámara y comenzó a reir por lo bajo.

"Chicos, el cabrón de Eddie Bronx viene a abordar el barco."

Dicho comentario despertó un torrente de risas entre el público más cercano. Uno de ellos, el más joven en apariencia, buscó el cuadro de la luz detrás de uno de los azulejos desgastados. Parecía como si no hubiera sido utilizado en siglos. Una araña tejedora se posó en su mano, para morir aplastada contra la pared un segundo después.

"Baja, chaval, baja. De veras te sientan mal los años"- guiñó un ojo tras aquel comentario- "No te lo vas a creer cuando lo veas."

Bronstein entornó los ojos. Alguien acababa de encender las luces.

A su entender, el complejo se encendía a través de una computadora poco autosuficiente. Ésta necesitaba de un técnico; alguien que cobraba un sueldo y, que con un poco de suerte, se tomaría el día siguiente libre. Cabrón afortunado.

O´Hare guió al veterano a través del andén. Cuatro de sus compañeros estaban debajo, en la vía, tomando fotos.

El viejo dinosaurio no pareció resistirse y saltó con vigor la distancia que separaba el planeta tierra de la galaxia subsuelo. Parecía taciturno y cascado, y eso sólo podía significar problemas. Por alguna razón, un presentimiento común embadurnó la mente de los allí presentes. Aquello sólo podía significar...

"Si, es por aquí"

Sus pasos retumbaban en el interior de la estructura. El eco de los flashes, de las pisadas, de las respiraciones... Era como si se encontrasen en el interior de un corazón de melocotón. Esa fue, al menos, la primera sensación que vino a la mente de O´Hare.

"Si, aquí es."

(...)

Adler escupió contra el suelo, con tan mala fortuna que terminó manchando sus zapatos. Paró en seco para contemplar su saliva estrellada, como un caracol alpinista que se ha lanzado al vacío. La idea del caracol no era ni mucho menos ingeniosa; había pisado un caracol nada más alcanzar la hierba. El crujido de su concha-caparazón-exoesqueleto había sacado de sus casillas al detective.

Dirigió su vista a lo lejos. El aparato policial al completo estaba celebrando una fiesta universitaria. Faltaba el ponche. No pudo reprimir una risa ahogada, similar a la que lanzaría una hiena que fuma Montecristos desde los doce años.

Bronstein le había sacado de la cama. Había llamado en mitad de la noche, hablando de una gran oportunidad para un lamesuelas. Bronstein.. no, no solo Bronstein. La jefatura. La ciudad. El Universo al completo, todos. Todos le debían un pequeño favor. Cierto soplo. Algo relacionado con otro algo. Un algo ciertamente esquivo, que no lograba recordar casi nunca. Que casi nadie recordaba casi nunca, pero ahí estaba: el poso del agradecimiento más soberbio.

Adler se estiró. Notó un crujido fuerte en la espalda y, a continuación, paz. Verdadera tranquilidad. Iba sin afeitar, huelga decirlo. Y apestaba a ginebra. Se reservaba la ginebra para los días alegres. Era la mejor medicina.

Avanzó un par de pasos, pisando con fuerza animal el cesped. Quería fijar bien los pies en la tierra para evitar que su cabeza comenzase a flotar como un objeto volador no identificado.

Giles arrojó la colilla de su cigarrilo Carlboro en el suelo, pisándola a continuación con el tacón de su bota. Un tipo alto se estaba acercando a la zona vallada, dando saltitos. Barajó dos posibilidades: o era un completo imbécil o pretendía entrar en calor.

- Eh, alto ahí. ¿Quién va?.

Entrecerró los ojos y colocó su mano contra la frente, a modo de visera. Fue un gesto francamente estúpido, ya que la luz de las farolas impedía distinguir con claridad las facciones de aquel tipo.

Cuando éste se encontraba a apenas diez metros de distancia, asintió. Era Adler. No tenía demasiada buena fama entre los miembros del cuerpo. No era policía, sino investigador. Un autónomo con licencia para tocar los cojones. Siempre metiendo el hocico en asuntos extraoficiales, rara vez con permiso.

A pesar de todo, era un secreto a voces que gozaba de la simpatía del viejo. A Bronstein le resultaba gracioso y, en ocasiones, bastante útil. Era capaz de entrar sin mancharse demasiado en ciertos lugares, vetados para un oficial corriente que vela para proteger las buenas costumbres.

- Pasa por aquí, Adler. Ten cuidado, no vaya a ser que nos tires el cordón. Hemos acordonado la zona en menos de cuarenta y cinco minutos y no queremos que ningun patán venga a jodernos el trabajo, ¿entendido?. Si, claro que entiendes. No eres tan tonto al fin y al cabo. Y déjate de sonrisitas. El viejo está abajo, pregunta por él a los que hacen fotos.

Giles escupió en el suelo con rabia, como si aquel flemón exiliado le hubiera mantenido en vela toda la noche. Miró de reojo al detective y sonrió maliciosamente.

Una vez Adler colocó el pie en el primer escalón, disponiéndose a la bajada, Giles se dirigió a él.

- Y una cosa más, Adler... No soy tan cándido como Eddie, así que no te metas dónde no te llaman. No me gustas un pelo, chico.

- Oh, Giles, eres un cielo-Adler le dirigió un guiño cariñoso a su corpulento amigo- Si en media hora no he vuelto, llamad a la policía. A la de verdad.

Estalló en carcajadas, que el eco devolvió a aquellos hombres uniformados que custodiaban el paso a la galería. Pronto, el silencio comenzó a envolverlo todo. Un silencio opaco, roto tan solo por el taconeo del zapato contra el suelo. Al final de las escaleras podía intuirse una luz. Alguien había encendido los plomos, despertando a la estación en mitad de la noche. No pudo evitar sentirse identificado con el sólido edificio gris.

Abajo, en el andén, cuatro tipos estaban haciendo fotos. Bronstein se dejaba intuir por el golpeteo seco de sus pasos y la frecuencia de sus suspiros.

- "¿Eddie?- preguntó Adler, inquisitivamente- "... Me despiertas a las dos de la mañana, y ni siquiera te molestas en saludar. Tus perritos arriba me han ofendido muchísimo, tanto que he tenido que descansar para echar un par de lagrimitas y reincorporarme. Espero llegar a tiempo para el entierro."