La fachada del teatro nacía desde los recuerdos más bellos de un pasado fastuoso dibujados en la actualidad. Elissabetha se encontraba en la entrada, a los pies de una escalera diseñada para ser grandiosa. Un aire suave escribía el arrullo de la venida del otoño en la partitura del céfiro. Las brisas jugaban al escondite entre sus cabellos, en una seducción sempiterna de caricias y abandonos, haciendo bailar los mechones negros ante su rostro.
Callada, perdida en sus pensamientos, parecía que el viento aquella noche traía en la canción de su nana un hechizo, paralelo al de las sirenas de Homero, que solo ella podía escuchar, escrito en pentagramas invisibles en el aire. Romper un silencio que tejía con sus hilos una red de paz, de continuidad, como si el tiempo no existiera, se le antojaba un sacrilegio.
Se paró al inicio de las escaleras y perdió la vista en las decoraciones y las pilastras. El color de sus ojos había mutado en un violeta oscuro, tiznado de trazos de azul cobalto. Aspiró un par de bocanadas de aire, dejando que el gusto a arte y belleza que emanaba el edificio se instalara en su paladar. Era el sabor a noches perdidas y a penumbras de recuerdos amargos que llevaban mucho tiempo cerrados en habitaciones viejas de su memoria.
Algo disturbó la melodía secreta que traía la noche hasta sus oídos, como si hubieran cortados los hilos de música que llegaban a sus oídos al acercarse, rompiéndolos pasando entre ellos. Se dio la vuelta para mirar a quien había irrumpido su cita con el teatro y un golpe de viento le llevó el cabello a formar un halo alrededor de sus facciones níveas, enmarcando su rostro con un aura azabache difuminada por la luz de las farolas de la calle, que dibujaban sus contornos a contraluz, dándoles un aspecto impreciso.
Le sonrió sin hablar y volvió a dirigir la mirada a la imponente perspectiva que le regalaba aquella obra de arte arquitectónica.
“No dejará de asombrarme la capacidad que tiene la gente de coincidir en los momentos más extraños en los lugares más peculiares…”