Aquella tarde el parque era un bullicio de risas y de juegos. Los niños, con sus familias, corrían de un lado a otro, saltaban, gritaban, peleaban… Parejas de enamorados se decían promesas de amor inquebrantables al oído y buscaban las bocas del otro con avidez de quien pasa una eternidad en busca de agua en el desierto… Una melodía flotaba en el ambiente, nacida del instrumento de algún músico ambulante. Solo una boca permanecía cerrada desde hacía mucho tiempo en todo el parque.
Leo, bajo el arco de un parterre, estaba subida sobre un improvisado escenario que semejaba una nube, hecha con tules y telas azules y blancas. Llevaba dos horas haciendo de mimo, y, la verdad, estaba cansada. La gente solía pararse en corros a su alrededor, de modo que echaban las monedas uno tras otro y repetía el mismo movimiento una y otra vez: La expresión de la esposa de Lot cuando se daba la vuelta y contemplaba la destrucción de su pueblo, antes de convertirse de nuevo, en estatua de sal.
Subida en la humilde tarima iba completamente ataviada con una tela gris clara, que pretendía emular la sal en que se convertía, del mismo modo que llevaba cada retazo de piel visible cubierto de pintura plateada, solo se salvaba el largo cabello, recogido en una trenza blanca que rozaba su cintura, de la que se veían como una cinta decorativa, trenzarse de vez en cuando las mechas azules. Miraba el vacío enfrente de ella, completamente inmóvil, hasta que el próximo paseante echara una moneda.